21 de septiembre
El transeúnte regresa de la fiesta en el faro y recuerda ese momento que compartió con una mujer cuentagotas…ese viejo deseo de convertir en fetiche aquel acantilado junto al mar.
Ahora es cuando sus horas mustias lo llevan a dejar de ser sólo un transeúnte peregrino. Amortigua un par de vencidas conjeturas en su parietal, y se deshace de algunas credulidades nocturnas y míticas, aquellas de vasos con vino casi a la mitad, de sudores, de promesas y de gatos pardos; quedando convencido que debe volver a su casa y esperar hasta la próxima vez.
Ocurre así: Mientras se aleja de la playa, advierte que en la ancha avenida principal del faro, la muchedumbre lo alcanza, extraen su visaje, lo pasan y ganan metros con avidez sobre él. Las luces amarillentas le van desfigurando el rostro, y así le pasa con todo. De igual manera es el retroceso de imágenes que de niño se empeñó celosamente en archivar, y lo zamarrea la incondición de saber que va caminando de espaldas por la avenida, y sigue avanzando y puede controlar su ritmo; sin embargo aún es un transeúnte y la gente ya no lo discrimina demasiado por ser un extranjero. Todo sigue siendo como el primer día.
Al llegar a su barrio se desvía por el veredín y entra en su casa. Siente otra vez la amarga sensación de que nada puede cambiar, y por las dudas “valga la vieja superstición”, va hasta su cuarto y se recuesta en una de las dos camas que allí se encuentran; pero esta vez coloca la almohada en el extremo donde la noche anterior puso sus pies.
El flameo discontinuo de las rudas del alba, y las sórdidas brisas estivales le van mejorando la mirada y aplacan su plañir.
A media mañana, curiosamente logra despertarse en el malecón de la playa con el que siempre había soñado.
-Fin de página-
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