El transeúnte, luego de autoexiliarse de su país Musitaria, y dejar atrás las juergas y la inexorable y bohemia vida nocturna; trepa unos peldaños del “cine” de su nuevo y tiznado barrio, acompañado por su hijo comodín.
A segundos de acomodarse en su butaca, histéricamente se incorpora seguramente porque no alcanzaba a leer con claridad los subtítulos y tampoco entendía muy bien el idioma. Dibuja una sonrisa torpe acompañada de un gesto para llamar la atención del vendedor de pochochos (por un momento pone fin a la luz de su autocine), recuerda su ciudad una vez más, convence a su Comodín y consiguen instalarse en las primeras butacas.
Durante la película usa de blanco la cabeza de una anciana sentada delante de él, disparándole gran cantidad de palomitas de maíz, y habilidosamente guarda el recaudo de no ser descubierto.
Luego de tantas ridiculeces, ninguno de los dos encuentra el bálsamo indicado para aliviar sus crónicas tristezas… ninguno puede dejar de mirar hacia atrás, como esperando reencontrarse con algo, o con alguien.
El final de la película los encuentra desparramados en sus butacas, llenos de papeles de golosinas y bolsitas, con las manos y las bocas pegoteadas de almíbar y miguitas. Un mirar de regocijo y una sonrisa infinita; jugando a escuchar los ruiditos de sus indómitas y olvidadas tripas (producto de no haber comido en casi dos días); y, en sus propias lecturas quirománticas, interpretan el film y logran extraer su argumento.
Ya no necesitan leer el subtitulado…
… ahora, la película toma sentido. The End-
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